El ser humano, al igual que el resto de la naturaleza, tiende a hacer el bien. Este impulso aflora de forma inmediata cuando nos enteramos de un accidente, un incidente familiar o de amigos/as, o incluso algo que ocurre a nivel colectivo. La primera reacción suele ser asombro, pena y una gran preocupación por entender qué sucedió y, sobre todo, por evitar que se repita.
Pero, ¿qué pasa cuando la persona involucrada es alguien con quien no nos llevamos bien? ¿Alguien con quien no compartimos ideologías o pensamientos?
En esos momentos, ¿cómo reaccionamos? ¿Nos limitamos a nuestro desacuerdo o somos capaces de ofrecer nuestra comprensión y apoyo?
Nuestra reacción puede marcar la diferencia en cómo construimos relaciones más humanas y compasivas.
La convivencia no solo trata de llevarnos bien con aquellos con los que estamos de acuerdo. También se trata de nuestra capacidad para reaccionar con humanidad y empatía, incluso cuando la otra persona no está alineada con nosotros en todo. Hacer el bien, en este contexto, no significa estar de acuerdo en todo, sino ser capaces de reconocer el valor de la vida y el sufrimiento de los demás, sin importar las diferencias.