Cuando hablamos de convivencia solemos evocar el tipo de relaciones que se establecen entre personas individuales. Tales relaciones se basarían en el respeto mutuo, el reconocimiento de las particularidades de la otra persona, la asunción de que por encima de estos rasgos propios tienen los mismos derechos que nosotros en la esfera pública, etc.
Si ahora nos referimos a grupos humanos diferentes -en cualquier sentido que entendamos esa diferencia- necesitamos avanzar un paso más. Ahora se añaden dos ingredientes. Por un lado la convivencia implica que aceptamos compartir espacios comunes, tanto en lo que se refiere al territorio (edificios, barrio, ciudad, país) como a los medios de transporte y comunicación o a las instituciones y organismos públicos (educación, sistema sanitario, representación pública, etc.). Esos espacios pueden tener significados y funcionalidades distintos para esos grupos humanos diferentes y por tanto el uso que se haga de ellos puede ser muy dispar.
Por otro lado, las relaciones entre personas están mediadas por el grupo de referencia primario en el que se inserta cada persona. La visión que tenemos de otra persona, que puede ser muy distinta a la nuestra, se apoya en las creencias y visión del mundo de nuestro propio grupo, de modo que la convivencia en sociedad es también y quizá sobre todo convivencia entre grupos, más allá de la convivencia entre personas.
Necesitamos ese grupo de referencia porque nos facilita dos cosas: a) una visión del mundo (“Weltanschauung”) compartida que ayuda a despejar nuestros miedos ante lo desconocido, y b) una economía de las relaciones materiales que nos hace más sencillo el intercambio de bienes y servicios y por tanto la cooperación social. Es lo que las sociólogas Viviana Zelizer y Nina Bandelj denominan trabajo relacional, en el entorno de la sociología económica.
Esa participación e integración de la persona en su grupo o grupos de referencia tiene esas grandes ventajas, pero puede vehicular también ciertos riesgos. En efecto, el grupo de referencia tiende a remarcar sus particularidades, en especial aquéllas que lo distinguen del resto de los grupos, de los que “no son como nosotros”. Tenemos tendencia a asociarnos con quienes son “como nosotros” (por género, etnia, lengua, edad, origen social o territorial). El asociacionismo identitario incrementa la polarización y las tensiones sociales.
La República de Weimar fue el régimen político de Alemania entre 1918 y 1933, es decir entre la hecatombe de la Primera Guerra Mundial y el advenimiento del nazismo. Una de las características más notables de ese periodo fue la floreciente vida asociativa. Pero, como señalan Daron Acemoglu y James Robinson en su libro El pasillo estrecho “todo esto sucedía de acuerdo con posiciones sectarias. Incluso en los pueblos pequeños las asociaciones estaban divididas entre las de los católicos, los nacionalistas, los comunistas y los socialdemócratas. Un joven con simpatías nacionalistas pertenecería a clubes nacionalistas, acudiría a una iglesia nacionalista y probablemente socializaría y se casaría en el interior de estos círculos nacionalistas” (p.503-4). El ascenso de los nazis se aprovechó de esta densa y polarizada sociedad civil (n.357).
¿Cómo superar esta situación?
Desde cada uno de nuestros grupos de referencia tenemos la obligación de desarrollar una visión amplia que reconozca y respete, aunque no necesariamente comparta, la singularidad de los otros.
Junto al respeto, la clave está en ser capaces de admitir que “el otro”, “los otros” tienen también un por qué en su visión del mundo y en su forma de comportarse en sociedad. Es reconocer que hay algo que nos pueden enseñar que enriquecería nuestra visión del mundo y nuestro quehacer social y personal.
Sólo las sociedades sanas son capaces de aprender de los grupos minoritarios o de los que simplemente no son los referentes o dominantes socialmente hablando. Las minorías étnicas, los grupos con orientación sexual no dominante, los migrantes, las personas vulnerables, etc. tienen mucho de lo que podemos aprender. Al estar situados en “la periferia social” aportan una visión de la sociedad nueva y enriquecedora que resulta muy difícil captar desde “el centro” de esa sociedad.
Esta convivencia social está emparejada con la propuesta del filósofo John Rawls de que es posible vivir juntos bajo reglas comunes sin compartir necesariamente un único código moral, siempre cuando todas las personas compartan un compromiso moral hacia la estructura de la sociedad. Es probable que persistan las diferencias sociales pero según Rawls un principio equitativo de Justicia ofrecería mayores beneficios a los integrantes menos afortunados de la sociedad.
No se me oculta que estamos lejos de alcanzar estos niveles de convivencia social, dada la polarización y crispación en la que estamos sumidos, al menos en las sociedades occidentales. La espesa maraña de medios de comunicación, redes sociales y pseudo-debates políticos basados en mensajes y declaraciones vacíos de contenido dificultan ese ejercicio de distanciamiento y reflexión colectiva, que es la única vía de avance.
José Ignacio Casas Álvarez